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Esperar lo Inesperado
La fe es la certeza de lo que se espera. Eso dice la Biblia y nunca me atrevería a ponerlo en duda. Es más, creo fehacientemente en el poder que viene con este tipo de certeza, ya que gracias a ella (en combinación con algún tipo de intervención divina), he recibido grandes regalos que parecían ser inalcanzables. Ahora bien, una cosa es esperar algo con la certeza de que llegará y otra, muy distinta, es querer vivir con la certeza de lo que va a pasar. En ocasiones me he confundido entre estos dos tipos de certeza, por lo que me intriga reconocer cuáles son sus diferencias y compartir contigo cómo operan en nuestras vidas.
Para mí, esperar algo con la certeza de que llegará es como soñar. Me siento llena de placer con la sola idea de poder vivir ciertos momentos, con imaginarlos y sentir que se convertirán en una realidad en mi vida. Estos momentos soñados pueden ser tan especiales como el nacimiento de un hijo, subir a una tarima para recibir un título o lograr contribuir al mundo de alguna forma significativa. También sueño con momentos sencillos como culminar un día de trabajo llena de gratitud, disfrutar de risas incontrolables junto a personas queridas o de presenciar un atardecer frente al mar con una piña colada en mi mano. Disfrutar de la certeza de lo que espero es reconocer aquello que llena mi vida de significado y estar convencida de que llegará a mí, sin necesariamente saber cómo ni cuándo.
Por otro lado, vivir con esta certeza está relacionado con la sensación de sentirme segura de lo que va suceder. Este tipo de certeza está amparada en mis planes y en mis metas personales. Es la fe desde el lente de mi ego, que sólo alcanza a mirar lo que “yo” pienso y necesito. Cuando vivo en la certeza de lo que va a pasar lleno mis días no sólo de lo que quiero, sino de cómo lo quiero. Por eso lucho. Mucho. Lucho cada vez que pasa algo que amenaza con que las cosas sean diferentes a cómo las planifiqué. Esto explica cómo, desde este tipo de certeza, no puedo evitar ciertos comportamientos: me enfoco en el reloj, insisto hasta el cansancio y puedo llegar hasta a manipular un poco a los demás para convencerles de que tenemos que seguir el plan (mi plan). Como cuando un suplidor me quedó mal con una entrega y le dije que no podía recibir la mercancía en otro momento. Hice esto para seguir con lo programado y porque, de lo contrario, todo se podía ir a pique. Al menos eso me digo a mí misma y a los demás. En el fondo, cuando vivo en la certeza de lo que va a pasar necesito hacer cosas que me den seguridad, la seguridad de saber qué va a pasar exactamente.
Vivir con la certeza de lo que va a pasar tiene que ver con las agendas, con las fechas de entrega y con la exactitud de lo que estamos esperando. Para mí, es correr un maratón día a día y vivir la amargura de que llegue el viernes con otra dieta fallida. Vivir en la certeza de lo que pasará es parte del sistema que rige la cultura moderna y supone que siempre alcancemos los resultados deseados. Siento admitir que esta no ha sido mi experiencia. He comprobado que estar segura de lo que va a pasar muchas veces me hace ineficiente, ausente y me aleja de lo que realmente deseo. Me pone en una actitud de medir los resultados de acuerdo a la vara, no sólo de lo que aspiro, sino de cómo creo que tiene que suceder.
La primera vez que me percaté de que tener la certeza de lo que iba a pasar me hacía ineficiente fue en mi entrenamiento como maestra de inglés. Yo era de esas profesoras que pasaban horas muertas planificando y que disfrutaba de la planificación tanto o más que la clase. Poder identificar qué necesitaban los estudiantes e idear múltiples actividades para que aprendieran me llenaba de vida. Llegó un momento en el que comencé a darme cuenta que rara vez podía seguir el plan en su totalidad. La mayoría de las veces el tiempo no era suficiente. En otras ocasiones, las actividades no funcionaban: parecían ser muy fáciles, difíciles o aburridas para mis estudiantes.
En un principio, darme cuenta de que las cosas no salían como las había imaginado me llenaba de frustración, ya que esto suponía que algo andaba mal. De ahí que mi primera impresión fuese que el problema eran los estudiantes. Más, sabía que no podía seguir ajena a lo que pasaba. Tenía que hacer algo para que las cosas cambiaran, empezando por deshacerme del plan. Esto me frustraba más aún. Sentía que no era justo tirar el plan al olvido después de haber invertido tanto tiempo en él. Hasta que, gracias al poder de la reflexión, a esa capacidad que todos tenemos de mirar lo sucedido y de aprender de lo vivido, me fui dando cuenta de que para que mis estudiantes realmente aprendieran tenía que estar abierta a ajustar el plan una y otra vez y jugar con él.
En este proceso de aprender a ser maestra me fui dando cuenta de que el propósito de prepararme para la clase (de hacer un plan) no era seguir lo planificado al pie de la letra. En realidad, la actividad de preparación y el plan en sí, me daban la seguridad que necesitaba para poder estar enfocada en la clase. Estar presente a lo que pasaba a cada momento, a lo que cada estudiante decía y pedía, me permitía hacer mi trabajo. Fue mi apertura a los estudiantes que no habían hecho la tarea, a los que no mostraban interés o se distraían, lo que me permitió comenzar a crear opciones en el transcurso de la clase que los ayudasen a aprender. Así fue como, poco a poco, aprendí a desarrollar seguridad mediante la planificación en lugar de necesitar seguir el plan para sentirme segura. Comencé a disfrutar más de mi trabajo y a observar resultados asombrosos en mis estudiantes cuando estuve más presente.
Pronto descubrí que en la vida diaria me pasaba algo similar. Invertía un tiempo precioso en planificar el año, los meses, y semanas. Me apegaba tanto a la certeza de cómo las cosas tenían que ser que terminaba viviendo para cumplir con lo planificado. Pasaba gran parte de mi tiempo en la certeza de lo que iba a pasar: colocándome dos tapones en los oídos para mantenerme ajena a todo lo que no fuese parte del plan. Esto involucraba mucha presión para mí y para los demás, pues suponía que las cosas se hiciesen de la forma programada, pasara lo que pasara. Hoy por hoy, me doy cuenta que logré muchas cosas viviendo en este tipo de certeza. Pero también puedo ver que, como en las clases, el enfocarme tanto en lo programado me hacía perder de vista los resultados para los cuales en realidad estaba trabajando. Muchas veces me apresuraba tanto por alcanzar lo que quería de la forma en que lo había concebido que no podía ni disfrutar de lo que lograba. O en el trayecto dejaba de ver señales de lo que tenía que cambiar en el proceso. Entonces, llegado el viernes, lo que había programado el lunes ya no funcionaba y ni siquiera me daba cuenta
¿Cómo lograrlo?
En un mundo tan programado, ser más confiados y soltar un poco las expectativas de cómo las cosas tienen que ser, puede ser todo un reto. Afortunadamente, todos contamos con una clave. Se trata de una actitud que podemos cultivar en el día a día: esperar lo inesperado. Esta es una forma de comportarnos que nos permite reconocer que no lo sabemos todo y que no podemos estar en control de todo, ya que a cada instante surgen situaciones de forma natural que simplemente no tenemos manera de prevenir.

Esperar lo inesperado es una frase que tomó más sentido para mí cuando escuché a Oprah Winfrey compartir qué la ha hecho exitosa en la realización de sus eventos. Sus palabras fueron: “En la etapa de planificación me ocupo de cada detalle. Reconozco que soy la responsable absoluta de mi equipo y de que seamos capaces de crear algo especial. Mas, cuando llega el día de la actividad, justo antes de empezar, los reúno a todos y les digo: de ahora en adelante cualquier cosa puede pasar. Y lo que pase es como si fuese parte parte de guion”. Lo inesperado es parte del guion de nuestras vidas. Una vez arrancamos el día, la semana o un proyecto determinado, podemos recibir lo inesperado aceptándolo e integrándolo como parte de una coordinación a la que pertenecemos que nos conviene escuchar, servir, pero nunca controlar.
Cuando nos abrimos a lo inesperado nos mantenemos alertas, presentes y encontramos nuevos caminos, nuevas formas que no habíamos concebido. Esperar lo inesperado es el puente que nos lleva de la certeza de lo que va a pasar a la confianza de lo que esperamos. Entonces, podemos trazarnos metas, idear grandes planes, y al mismo tiempo, cultivar la confianza de que todo lo que suceda se convertirá en parte de lo que nos impulse a lograr lo que soñamos no sólo al final de año, de mes o de cada semana, sino todos los días. Hoy descanso en esta certeza.
De mi corazón al tuyo,
Leonelda Castillo
Preguntas para despertar:
- ¿Cuándo fue la última vez que te pasó algo inesperado? ¿Qué pasó exactamente? ¿Cómo reaccionaste? ¿Qué te dice esta reacción sobre tu manera de recibir lo inesperado?
- ¿Qué tan alta es tu confianza en lo que esperas, en lo que sueñas? Si el 10 fuese el máximo y el 1 el mínimo, cómo la calificarías.
- Repite el ejercicio anterior con tu confianza en lo que va a pasar, ¿Qué tanto confías en las cosas que programas en tu día a día?
Este artículo es un regalo que puedes compartir con tus seres queridos. Comparte tus resonancias en la caja de comentarios conmigo.
Para conocer más sobre este tema sígueme en las redes. También te invito a escuchar el episodio #25 de Corazonando podcast, “Oh! Sorpresa,” en su segunda temporada. Una conversación con el corazón con historias que traen aún más luz sobre el rol del asombro en nuestras vidas.
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